Paracetamol y Misticismo

Basta que te visite una mediocre gripe para que repases a cámara lenta todos los desaciertos de tu vida y te plantees las maravillas de tu amada independencia.
A finales de marzo, coincidiendo con la llegada de la primavera, unos míseros 38 grados de fiebre y un molesto dolor en todas las articulaciones del cuerpo, me dejaron postrada en la cama dando rienda suelta al reprimido deseo de que alguien exprimiese un litro de naranjas y me lo trajese a la habitación en una bandeja de IKEA. Pagaría por eso: Porque alguien me ahuecase la almohada y ventilase la habitación. Que me calentase el puré que está en la estantería de arriba de la nevera junto a la posiblemente caducada mantequilla, y me recordase tomarme el paracetamol cada 6 horas. Más que me lo recordase, que me lo trajese a la mesita de noche con una infusión caliente de limón y miel. Chica, las fantasías eróticas que te atacan a partir de los 43…

Por primera vez, impedida a bajar a la calle y recorrer los 300 metros que separan mi casa del supermercado más cercano, hice un pedido de compra online. Como me sentía un poco culpable, le dejé una propina al repartidor de Wolt por tener que subir a pie 4 pisos con mis vegetales, cartones de zumo, leche y unas cuantas cosas más que me mantuviesen en pie hasta que pasen los 2 días que por lo general suele tardar la gripe en cebarse en mi cuerpo hasta quedarse a gusto.
La doctora me dijo que el malestar corporal podría deberse al etsrés. Pues chica, tampoco puede ser que todos los males de nuestra civilización contemporánea sean causados por el dichoso estrés. En este país no saben lo que hacer para no hacerte un análisis de sangre como dios manda. Lo llevamos fatal. No le quito toda la razón a la ciencia, pero dudo que mis agobios varios fuesen los únicos culpables de mi dolor de espalda.

Los seres humanos no somos propicios a conciliarnos con a debilidad ni la enfermedad, dos cosas que atraviesan nuestra existencia paralelamente al éxtasis, el placer y la belleza. Nos aferramos a estas últimas e intentamos no pensar en la NECESIDAD que marca límites a nuestras ansias de independencia; no nos gusta la debilidad propia ni ajena, porque nos recuerda que dependemos. También afloran en nosotros un instinto primitivo que marcó a fuego en nuestro ADN la evidencia de que la debilidad ponía en peligro nuestra existencia y la de nuestra tribu. Esta entrada podría ser sobre la realidad al que te subyuga el tiempo y el envejecer. Pero me aferro a la necesidad de belleza y placer y será sobre como decidí inflarme a paracetamoles para endordecer la tensión dorsal y, a lo Marcel Proust, pasear una vez más por el pasado en las calles de mi adorada Cambridge.

Volviendo a la ciencia, confieso que no soy muy fan de los antibióticos. Si me arrancan una muela y el dentista me dice que me tome una pastilla cada 6 horas durante cinco días, al segundo, si veo que no se me ha fracturado la mandíbula y no hay atisbo de dolor, corto la medicación. Pero confieso que, con esta gripe, nada más la sentí llegar, me metí cuatro iboprufenos prácticamente seguidos. Este incipiente deseo de doparme vino de que a mi malestar corporal le dio por coincidir con una cita que tenía agendada con un amigo con el que me apetecía mucho tomar un café. Ni una gripe ni un COVID revenido -antes de que a alguien le entren unas ganas locas de despellejarme, no era COVID- me iban a hacer cancelar ese café. Esto sonará de lo más extraño, pero es que desde la pandemia de 2020, llevo acomulando unas ansias LOCAS de conectar con alguien para escuchar y ser escuchada, y una creciente y preocupante intolerancia a la soledad que, nunca antes, me había supuesto un problema.

En Mayo del 2021 yo ya estaba hasta el mismísimo coño de escuchar las incongruencias de la gente obsesionada en juzgar lo que los demás hacían o dejaban de hacer en el confinamiento; de sus teorías sobre la vacuna; de pasarme horas sola entre las cuatro paredes de mi casa y salir con unas ansias LOCAS de socializar que nunca antes había experiementado, para terminar en una escucha pasiva de 4 horas sobre las crisis de pareja de mis amigas; de los estreses emocionales de las solteras para quienes los hombres -su ausencia o exceso- eran el único tema interesante sobre el que charlar en una pandemia; de quienes, imbuidos en la más absurda de las paranoias egocéntricas que solo me imaginaba en la peor de mis pesadillas, se preguntaban cómo era posible que el COVID viniese a fastidiarles sus planes de viajar. A ell@s!
El Apocalispis se cernía sobre nuestras vidas, y la gente … con nuestras cosas.


Los psiciólogos lo llamaron fatiga pandémica. Yo la sufrí con toda su crudeza. Me di cuenta cuando un día me desperté con un hartazgo bestial contra todo y contra todos, pero sobre todo contra los medios, ZOOM, y contra las insportable ansias de auto-superación que brotaban como setas en primavera allá donde prestaba el oído. Por mucho que lo intentásemos, el protagonista de todos los infumables planes de existencia y agobios para no dormir, era el YO: YO haré yoga. YO haré cursos de acuarela. YO me conecto con toda mi panda para hacer una fiesta de no se qué gilipollez. YO, A MI, YO, YO …. Yo no podía más con todo este brotar de Egos por doquier!. Es que nadie antes había experimentado el estarse quiet@ cinco minutos y darse cuenta de que, efectivamente, el mundo seguía girando sin su permiso? De que a pesar de todo nunca fueron el centro del Universo por mucho que se empeñasen en reafirmar su existencia con auténticas mamarrachadas y actividades para no dormir? Pues no.
Casi los prefería callados e incosncientes!.

Recuerdo que, tras algo más de dos meses confinada en mi piso de 69 metros cuadrados en Copenhague, mi jefe me llamó para decirme que habían vuelto a la oficina y que, aunque no era necesario, si quería, podía ir para no estar sola en casa. NUNCA ANTES había ido al trabajo con tantas ganas!. Allí me presenté la día siguiente, queriendo BESAR y ACHUCHAR a todos mis compañeros. Yo, que no soy nada tocona, entré en esa oficina más dispuesta que Atila a acosar físicamente a mis colegas daneses. Llegué a esa oficina como si fuese un peregrino en el desierto llegando a un Oasis, y me los encontré sentados plácidamente en sus escritorios, absortos en sus tareas, keeping it cool, como si nos hubiésemos visto tras un fin de semana normal y corriente. Como si nada de esa mierda estuviese pasando. Alucinante. Ante ese panorama de aparente “normalidad”, procedí a ejecurar represión de acoso nivel máximo, por supuesto. Gatillazo sentimental a todo trapo.
Sí, cuando vives en Escandinavia, entre otras muchas cosas, aprendes a conjugar la represión en tantas variedades como un portugués te cocina el Bacalao. Esto te transforma. Sigo debatiéndome si lo hace de modo positivvo o negativo. Es un proceso. Y el Bacalao portugués, una maravilla solo comparable al Pulpo a la Gallega (de Ourense, a ser posible).

Ahora en la distancia, con la sensación de que aquellos dos años nunca aconecieron, soy más consciente que nunca de que nuestra sociedad sufrió un delirio conjunto. Durante meses, nos tocó nadar en un océano de dudas e incertudumbres que calaron en nuestra psique con distintas consecuencias.
Cuando estábamos empezando a salir de la pandemia, falleció mi madre. Esto me hizo experimentar un tipo de soledad completamente nueva y dificil de explicar. Fue una etapa complicada y dolorosa, pero también profundamente esclarecedora. Fue un viaje al pasado, al presente y al futuro en el que me vi desde todos los ángulos posibles desde los que se puede ver una persona. Un proceso que me conectó a mis recuerdos, a mis miedos y mis frutraciones. Fue un viaje que me enseñó algo que intuía: Que no hay adiós definitivo para el Amor. Como leí hace poco en un libro de Maggie O’Farrell: “Love is not changed by death and nothing is lost, and all in the end is harvest”.
Para mi, la experiencia humana siempre ha sido mejor consuelo que la religión.
Esta maravillosa relfexión sobre el Amor y la pérdida, pertenece a Julian of Nowrich, una mísitica inglesa del siglo XIV.
Ah, l@s místic@s.

El dolor siempre nos empuja a buscar antídotos que lo calmen. Sin saber muy bien cómo, estoy viviendo un momento en el que me encuentro muy receptiva a temas y pensamientos que no hace mucho hubiese rechazado sin contemplaciones. Pero los caminos de las Humanidades son inescrutables! Quizás sea cierto que nada pasa por casualidad. La semana pasada, paseando por Copenhague con mi amiga Sandra, terminamos (por casualidad ?) participando en un ritual de cacao ecuatoriano con 8 mujeres más. La que dirigió la sesión dijo algo con lo que conecté instantáneamente: “Nuestro cuerpo retiene los traumas. Si somos incapaces de hacer que esa energía fluya, quedan almacenados en alguna parte de nuestro físico pudiéndonos causar diversos males y malestares (…) Y siguió, Nuestro corazón es mucho más sabio que nuestro cerebro. Tenemos que conectar con él para entender la causa y encontrar la solución a muchos problemas o dudas que surjen a lo largo de nuestra vida”.

Quién me ha visto y quién me ve!.
Como escribía hace unas líneas, no soy fan de las drogas que te recetan los camellos legales, como los llama un amigo mío psiquiatra. Éstas son solo atajos que evitan que nos enfrentemos a las auténticas causas de nuestras dolencias y aflicciones. A veces, cuando los síntomas son muy fuertes, las drogas son necesarias para que otros métodos pueden surtir efecto. Los otros métodos, en su mayoría, son del todo incompatibles con nuestro ajetreado y desquiciado estilo vida. Nos inventamos mil mierdas y hacemos mil planes antes de pasar dos minutos con notros mismos. O eso hace una inmensa mayoría. Para quienes no nos va ese ritmo, es complicado subsistir en un ambiente impregnado por él.
Lo cierto es que otros medios son posibles y están ahí, al alcance de un cambio de actitud.
Creo que la pandemia, como cometa en el delirio, nos los mostró.
Pero tan pronto como se rebajó el nivel de peligrosidad y contagio, volvimos a nuestros quehaceres. A nuestras ansiedades curadas a golpe de ansiolíticos. A reequilibrar nuestras expectativas de vida con planes y agendas apretadísimas. A nuestro -tan odiado por mi-: No tengo tiempo para nada!. Espera que aquí tengo tu medalla.
Esa si que es la auténtica pandemia.

A punto de cumplir 44, me encuentro en un buen momento en la vida en el que busco alternativas para una existencia que, aunque ya no es totalmente una irregularidad en la definición social de lo normal, tampoco tiene un ingente número de ejemplos que pueda seguir y con los que me pueda identificar como mujer soltera, sin hijos, y que no pone a un hombre o una relación en los tres primeros lugares en su lista de prioridades. No es nada fácil hacerle frente a todo este futuro. Un futuro que aún en el 2023, sigue desplegando sobre las féminas el fantasma de la invisibilidad. Y, como decimos en Galici: Quen ten cu, ten medo. A veces la independencia da miedo. Tenemos que poder decirlo en alto y hacerle frente sin ser juzgadas y buscando nuestras propias soluciones, porque si te dejas llevar por la marea… Solo te arrastrará a las mismas orillas de siempre.
Lo que aquí se avecina es un nuevo comienzo en el que no hay nada escrito, porque en lo que hay escrito no encajas ni a martillazo limpio. Esa mierda -con todos mis respetos- llama a gritos a una demolición total.


Muchos hombres confrontan su crisis de la Mediana Edad (40s, 50s?… En ello estoy con la increible Helen Walmsey-Johnson en su genial «La Mujer Invisible: No será que los cincuenta son los nuevos cuarenta?» Busca tu tribu) comprándose una moto o cambiando de coche o mujer. Yo, ante momentos cruciales que requerían una renovación de visiones y misiones, solía hacer maletas. Una cosotsa huída hacia adelante que frené de tajo en 2014, cuando acepté que a veces (o siempre) lo mejor -y más complicado-, es aceptar y afrontar la situación. Si no tienes las herraminetas para hacerlo, hay que buscarlas. Y aprender a usalrlas, por supuesto. La lección comenzó ahí, y poco a poco, me ha ido enseñando grandes verdades en mis propias carnes. Me ha ido abriendo caminos que nunca me hubiese imaginado que estaban ahí. Me hubiese gustado aprender más rápido para evitar errores garrafales, pero todo tiene su motivo. Sus tiempos. Su momento.

A parte de hologramas, no vendo nada más.
Solo soy consciente de la razón que tenía Sócrates cuando lo iluminó la providencia y dijo aquello de “solo sé que no sé nada”. Una certeza que le costó mucho, ya que no gustó nada a sus contemporáneos, tan afines a la razón y poco fans de que la gente se cuestionase… Nada!.
No sé qué hacen el resto de mujeres solteras de hoy en día, pero a mi los 40s me hicieron consciente de lo mucho que había delegado en mi cerebro muchísimas decisiones. Mi intelecto siempre alimentó el fuego de mi curiosidad en una simbiosis muy intuitivta que fue (y sigue siendo), muy fructífera. Pero ahora siento que estoy terminando de sacudir esa fe inquebrantable en la razón; soy más flexible y receptiva a otras prácticas que no me alejen de los miedos o las carencias, pero me acerquen y conecten con las causas que los motivan y a mis sentidos. Es cierto que nunca es tarde.
Como la terapia va cara y Tinder, francamente, no, vuelvo lentamente a las fuentes del bienestar: Un libro, una película, una conversación profunda con alguien interesante que haga que una sobredosis de Iboprufenos merezca la pena, unas risas bien echadas. Una agenda para escribir los lugares que quieres visitar. Una aceptación de que quizás este no sea el lugar, pero es mi lugar.
Un todo estará bien. Cómo? Nadie lo sabe: Es un misterio.

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